1840, la ya combativa clase obrera española

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Desde principios del siglo XIX hasta nuestros días, en las cancillerías de las principales potencias imperialistas del mundo, en los archivos de todos sus organismos de espionaje e intervención, existe un dossier confidencial con el título “La tendencia del pueblo español a protagonizar episodios imprevisibles de un marcado carácter patriótico”.

Durante la primera mitad del siglo XIX, una clase obrera en plena formación muestra ya su carácter combativo, luchando por su organización en defensa de sus intereses inmediatos, frente a un nuevo Estado, que bajo gobiernos conservadores o liberales, reprime cualquier intento de asociación obrera, imponiendo al pueblo draconianas condiciones de explotación que provocan una rebelión cada vez más amplia.

En 1840, en Cataluña, que concentraba la mitad de todos los obreros industriales, las condiciones laborales, incluyendo la utilización de niños como fuerza de trabajo casi esclava, comportaban jornadas de entre 14 y 16 horas diarias, pero también soportaban periódicas crisis de hambre. La esperanza de vida de los obreros era 21 años inferior a la de la burguesía.

En el campo, las desamortizaciones no solo entregaron los bienes incautados a la Iglesia a una nueva clase burguesa de terratenientes, sino que también arrebataron a las comunidades campesinas el control sobre las tierras comunales, que constituían su principal medio de subsistencia. Inmediatamente se levanta, tanto en el campo como en las ciudades, una oleada de protesta y rebelión.

En fecha tan temprana como en 1840 se enarbola la consigna del “reparto de la tierra”, y se producen las primeras ocupaciones de fincas en Andalucía por parte de los jornaleros. Entre el proletariado industrial, en 1831 se documentan las primeras protestas importantes de los obreros textiles barceloneses. Será allí donde se cree, en 1839, la primera asociación obrera, la Asociación Mutua de Tejedores, con 3.000 asociados.

Como en todos los países, en España la acumulación del primer impulso capitalista debe realizarse despojando a la clase obrera de cualquier derecho. Antes de 1839 cualquier asociación obrera es declarada ilegal. A partir de entonces solo se permiten aquellas circunscritas al auxilio mutuo y la beneficencia, persiguiéndose cualquier tipo de asociación sindical. Solo a partir de 1868 la clase obrera dispondrá, aunque limitadamente, de la posibilidad de organizarse de forma legal.

La represión contra el movimiento sindical no es exclusiva de los gobiernos conservadores; Espartero, cabeza del partido liberal durante décadas, impuso penas de prisión para los huelguistas y prohibió cualquier reunión obrera “sin previo aviso”. Y O’Donnell clausuró el llamado “bienio liberal” con una extraordinaria represión contra las asociaciones obreras.

Se desarrolla aceleradamente la organización de la clase obrera, que pasa de tener un carácter puntual unido a alguna reivindicación económica a ser permanente. En 1841 la extensión de la Asociación Mutua de Tejedores da lugar a su refundación como Sociedad de Tejedores de Algodón. En sus estatutos se establece que “cuando los patronos intenten reducir los jornales, aunque solo sea un ochavo, los trabajadores deben abandonar los talleres”. La presión de la burguesía catalana, que clama contra “los obreros ingratos que solo buscan aumentar su jornal”, lleva a su prohibición. La respuesta de los obreros es no acatar la disolución: “tejedores y demás jornaleros, no os dejéis sorprender, nuestra Asociación no necesita la aprobación ni la reprobación del gobierno ni de nadie; con los derechos que nos concede la naturaleza y la ley tenemos bastante. (…)  Mucha firmeza y mucho silencio es lo quedemos guardar, y vengan decretos”.

Catorce años después, en 1855, se realiza en Cataluña la primera huelga general. La ejecución del dirigente sindical José Barceló desata una oleada de protestas. La respuesta del gobernador civil es decretar la ley marcial y someter a control militar todas las asociaciones obreras. La respuesta del movimiento obrero es una huelga general.

La lucha de los obreros catalanes es apoyada por los obreros de Madrid, a través de un manifiesto publicado en “El Eco de la Clase Obrera”, así como trabajadores de otras ciudades españolas. Es el primer movimiento que supera el marco local e impulsa un movimiento a nivel nacional. Y que culmina con la “Exposición presentada por la clase obrera a las Cortes Constituyentes”, donde los delegados de toda España exigían el reconocimiento del derecho de asociación, la reducción de jornada a diez horas, y el derecho de negociación colectiva; y que iba acompañada de una “Alocución a los obreros españoles” que llamaba a la lucha por los intereses comunes.

La huelga en la fábrica barcelonesa de “La España Industrial”, en 1858, tiene que ser duramente reprimida, pero a partir de 1860 los sindicatos obreros adquieren nuevas fuerzas. Mientras en el campo andaluz se suceden los levantamientos. En 1657 campesinos pobres y jornaleros protagonizan una revuelta en Utrera y el Arahal (en Sevilla), reclamando el reparto de las tierras y protestando por la carestía de la vida, que obliga a intervenir al ejército. Cuatro años después, en la localidad granadina de Loja, la rebelión moviliza no solo a 10.000 campesinos pobres y jornaleros, sino también a comerciantes, artesanos y pequeños propietarios.

El 21 de diciembre de 1868 se funda en Madrid la primera organización española de la Asociación Internacional de Trabajadores. Al año siguiente se crea otra delegación en Barcelona. Y es la capital catalana donde se realiza el junio de 1870 el primer congreso nacional de la clase obrare española, constituyéndose la Federación Regional Española de la Primera Internacional. En palabras del historiador Tuñón de Lara, “por primera vez, la conciencia de clase se expresaba a un nivel en que se ponía en tela de juicio la totalidad del sistema de relaciones de producción, instituciones y valores”.

Como veremos en posterior artículo, los dos rasgos característicos que desde sus orígenes dan naturaleza al movimiento obrero español son, por un lado, su extraordinaria combatividad, su radicalización y la enorme capacidad de desplegar su energía revolucionaria a cada ocasión que se le presenta. Por el otro, y al mismo tiempo, el movimiento obrero español nace desde el principio con “una venda en los ojos”. Es decir, sin tener claridad ni conciencia acerca de cuáles son sus verdaderos enemigos, de quiénes son los principales explotadores y opresores a los que se enfrenta: las potencias imperialistas más fuertes en cada momento.

Eduardo Madroñal Pedraza