La mezquindad del mal perder

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(Carlos Abásolo/Estudiante de Periodismo en la UMA) Ya lo decía Manuel Azaña: «En España, la mejor manera de guardar un secreto es escribir un libro». Una frase que se puede poner en práctica con gran parte de declaraciones en redes sociales y, últimamente, también en el hemiciclo.

Desde luego, los sectores más conservadores del espectro político parecen no pararse a leer nunca. Inclusive a pensar.

Con motivo de la crisis sanitaria actual, las raíces de odio que la derecha lleva implantando en España desde tiempos inmemoriales están germinando de forma preocupante. Es de entender que ellos tienen la conciencia de una clase que ha gobernado sin oposición pero con represión durante 40 largos años, no se descubre América con ello.

Lo que no se entiende tan bien y me preocupa es ver personas en la calle manifestándose -en pleno estado de alarma y cortando el tráfico a las ambulancias-, pero no porque protesten, como ya hicieran aquel espléndido día del «trío de Colón», con todos los derechos y garantías democráticas, sino por esa falta de responsabilidad social absoluta propia de las mentes que conocen el privilegio desde la cuna y de los que ignoran la historia y la reflexión.

El mal perder de la derecha en España no es nuevo, no lo ha inventado Abascal ni Casado, diría que ni siquiera M. Rajoy, pero sí es muy peligroso que la sociedad capte y repita el discurso sin plantearse lo que están rumiando como una colmena de mentes dormidas.

Ya existió una acusación firme al PSOE en 2004, cuando se tachó a Rodríguez Zapatero de haber llegado a la Moncloa «montado en tren», de boca de Eduardo Zaplana, tras la victoria electoral horas después del 11M. Lo que siguen sin reconocer a día de hoy, en 2020, es que José María Aznar llamaría personalmente a todos los directores de diarios nacionales para crear el «engaño masivo» de que el atentado fue obra de ETA. Y nunca se ha sentado delante de un tribunal para dar explicaciones de por qué manipuló la prensa de un país entero, aunque por todos las razones sean sabidas.

Y de aquellos barros, estos lodos.

La moción de censura que acabaría con el gobierno de M. Rajoy también fue mal digerida por el ala conservadora del congreso. Reconocida la actuación del partido «a título lucrativo» en la trama Gürtel y tras más de 800 imputados por corrupción a nivel nacional, Pedro Sánchez -tras la insistencia del líder de Podemos, Pablo Iglesias- decidió recurrir a instrumentos constitucionales para apartar del poder al partido más corrupto de Europa por número de sentencias judiciales.

Desde entonces, «Okupa» sería el sobrenombre del presidente del Gobierno. Esos mismos que se jactan de ser constitucionalistas y usar el artículo 155 de la carta magna para actuar en Cataluña son los mismos que acusan hoy a los progresistas de haber aplicado el artículo 113 para «dar un golpe de Estado»  (que no para limpiar las instituciones de las tramas corruptas). Esto me hace llegar a la conclusión que existen partidos autodenominados constitucionalistas que son a la constitución lo que un carterista a una cartera.

Volviendo a la actualidad, en plena crisis sanitaria, asistimos a declaraciones de políticos conservadores (otra vez en la oposición, claro) en que llaman a la insubordinación a parte de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado ante este gobierno «ilegal e ilegítimo», en que se equipara el significado de aristócrata y terrorista para intentar hacer creer que lo objetivo es que unos y otros se enfrentan y dan la espalda a la ciudadanía porque a los dos bandos les «resbala» por igual.

Me apena ver aquella derecha europea como Merkel, Sarkozy o Cameron, con quien no comparto absolutamente nada de su ideología, pero sí admiro su respeto, sentido de estado y honorabilidad, y ver a sus homólogos Casado, Aznar, Álvarez de Toledo o Espinosa de los Monteros dentro de las fronteras nacionales.

Me apena ver el país donde nací con un sector conservador tan incendiario, vacuo, irresponsable y cavernario, donde impera el tono de la voz por encima de la lógica. Donde las faltas de respeto se justifican con cualquier hilarante argumento. Donde se aceptan los vestigios de una dictadura por encima de la moralidad y se condena a la propia justicia.

Pero lo que más me apena es ver a gente de a pie, como yo o cualquiera que lea estos párrafos, que defiende ideas xenófobas y homófobas -entre tantas otras- resurgidas de un gigante que creíamos que estaba muerto. De una cultura tan pobre como extenso es el imperio de la iglesia en este país, donde unos tantos lamen las botas que nunca serán suyas y que se usarán para aplastar, si cabe más, a una clase obrera más dividida y desinformada que nunca.